lunes, 9 de abril de 2012

La micro como espacio público sin reglas


¿Quién no ha sido víctima en nuestro sistema público de transporte de extrañas situaciones, de una anarquía temporal, de olores cuestionables, de ruidos molestos, en fin, de violaciones de espacio?

Es la micro uno de los espacios públicos más comunes por excelencia. De los más transitados, necesarios y casi olvidados por etnógrafos urbanos - o al menos, no conozco demasiada literatura al respecto - más allá de las atrocidades que nos presenta el Transantiago.



Siempre me ha llamado la atención los fenómenos sociales que se producen cotidianamente en el espacio social de la micro. Cada una de las situaciones, desde la más obvia hasta las más sorprendente, pasando por lo burdo, lo estresante, lo político, lo artístico, lo ilegal, etc.

Hace poco, me tocó compartir tal espacio con un grupo de aproximadamente 9 pingüinos - es decir, liceanos - que subieron en Talcahuano y se dirigían a Concepción, hacia la marcha del 15 de marzo, por lo que les oí decir. Eran estudiantes de liceo público.


Como suele suceder, grupos demasiado grandes de este tipo de amigos  es sinónimo de alto grado de ruido, risotadas, reggetón estridente, piropos y garabatos. De todas maneras, depende siempre del 'tipo': en el caso que describo, los jóvenes pingüinos de liceos públicos siempre estarán aliados a ese determinado tipo de comportamiento dentro de la micro, pese a que reconozco que es un supuesto basado en una generalización esteriotipada. Pero el caso que describo, sí es reflejo fiel de ese 'supuesto'.

Y paso a describir el comportamiento en líneas generales. Se agrupan en la parte de atrás de la micro - si, como buenos estudiantes, o más bien, como acostumbran a hacer los estudiantes en general - y aunque muchos prefieren quedarse de pie, no se desprecian los asientos más ocultos de los extremos. Extrañamente, estos muchachos (todos de sexo masculino) llevaban consigo un peluche de Elmo (el de los muppets), por el cual articularon muchas de sus bromas, la mayoría de doble sentido, aunque algunas bastante explícitas. Este es apunte importante: algunos lo llaman picardía, otros, ordinariez.


Desde el análisis del contexto, prefiero utilizar la categoría de ordinariez, pensando en que la micro como espacio público, privilegia - o más bien, facilita - otro tipo de reglas sociales, como el anonimato, la cortesía, y la reserva (como cualquier otro espacio público en realidad, desde la perspectiva de la teoría urbana). La ordinariez suena en este contexto, como antítesis, como la subversión de las reglas generales. Puede que a muchos las tallas y bromas que se lanzan nos produzcan risa, pero dado a la incomodidad y al rol que jugamos como pasajeros minoritarios (frente al grupo ruidoso), preferimos omitir o reprimir la risotada, ignorando al grupo a través de las tácticas habituales: dormir, mirar por la ventana, leer, ponerse audífonos, etc.

Es la ordinariez uno de los factores de comportamiento que contribuyen a una sensación general - pero reprimida a la vez - de violación del espacio público micrero. A ella, se unen las molestas ruidosas carcajadas, los disruptivos garabatos 'de mala educación', el reggetón o la música wachiturra característicamente 'flaite', y los piropos típicamente machistas y referidos exclusivamente a lo sexual. Ni hablar de los olores adolescentes: el típico sudor pegado, olores a 'crecimiento', a educación física, etc.

Sin embargo, nadie fue capaz de encarar a los cabros, de decirles que no griten tanto, que no vociferen sus garabatos, o que demuestren educación. Esta situación, más que demostrar falta de carácter o de valor, muestra que la mayoría de los pasajeros solitarios (que contrastan con estos pasajeros en grupo), nos aferramos a nuestro rol como anónimos y desconocidos, y nos apegamos irrestrictamente a las reglas culturales y sociales que se suponen obvias y claras dentro de la micro.


No es que los jóvenes pingüinos no conozcan las reglas, o que no las entiendan. Se trata del contexto grupal que les permite un alto grado de subversión de las mismas.

La reserva y la normalidad del espacio volvió una vez que los cabros se bajaron, en O'higgins con Maipú. El silencio fue total, un quiebre hacia lo típico fue evidente. Los motores y el tráfico volvieron a sonar para los pasajeros anónimos. La violación había terminado. Afortunadamente.



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